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El Concilio Vaticano II lo ha llamado con mayor precisión la "Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo", porque celebramos no sólo el don de su Cuerpo, sino también el don de su Sangre.

minutos de lectura | Nina S. Heereman, SSD

Hoy la Iglesia celebra la Fiesta del Corpus Christi. El Concilio Vaticano II lo ha llamado con mayor precisión la "Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo", porque celebramos no sólo el don de su Cuerpo, sino también el don de su Sangre.

Jesús expresó que la franja oscura significaba que faltaba una fiesta en el año eclesiástico. Es importante saber que la luna ha sido una imagen para la Iglesia desde la época de los Padres de la Iglesia. La luna, además, no tiene luz propia, pero refleja la luz del sol durante la noche, y así, ilumina la oscuridad. Del mismo modo, la Iglesia no tiene luz propia, porque está formada por seres humanos que tampoco llevan luz divina propia. Sin embargo, a través del sacramento del Bautismo, Dios ha ocupado un lugar en nosotros, y por eso llevamos esta luz divina en los frágiles vasos de nuestro cuerpo. La tarea de los bautizados como iglesia, es reflejar la luz de Dios en este mundo. Una de las maneras en que la Iglesia refleja la luz de Cristo es celebrando los misterios de la vida de Jesús en el año litúrgico. Por eso Jesús le dijo a Juliana: "Falta una fiesta importante, la que conmemora la institución de la Eucaristía; donde me quedo presente entre ustedes en Cuerpo y Sangre.” Juliana después compartió la visión con su confesor y luego con el obispo de Lieja, quienes creyeron en las visiones de la santa. Así, poco tiempo después, la fiesta pudo celebrarse localmente. Posteriormente, el Papa Urbano IV, que era archidiácono de la Diócesis de Lieja en el momento de las visiones, finalmente hizo cumplir lo que Jesús ya le había dicho a Santa Juliana, que el Corpus Christi se convirtiera en una fiesta para que todo el mundo celebrara.

El Papa no era residente en Roma entonces, pero vivía en Orvieto. Poco antes, allí había tenido lugar un milagro eucarístico. Un sacerdote había realizado un peregrinaje desde Bohemia a Roma y había celebrado la Eucaristía cerca de Bolsena. Durante la Consagración, él se sintió afligido por dudas repentinas sobre si realmente tenía en sus manos el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Luego, para su total sorpresa, de la Hostia comenzaron a brotar gotas de sangre que caían al corporal (la tela blanca que se coloca debajo de la Eucaristía) mientras partía el Pan. Esto eliminó su incertidumbre. El milagro cuyas trazas quedaron permanentemente visibles en el corporal, se expandió rápidamente por Roma. Así, en 1264, el Papa comenzó a celebrar la fiesta del Corpus Christi en Orvieto y encomendó a Santo Tomás de Aquino componer los textos litúrgicos para la festividad, los cuales se siguen utilizando en la actualidad, por ejemplo, el hermoso “Te adoro con devoción Dios escondido, oculto, verdaderamente bajo estas apariencias”. Incluso hasta el día de hoy seguimos conmemorando en el Corpus Christi el legado de Jesús, la entrega de Su Cuerpo y Sangre, que de hecho ya celebramos el Jueves Santo. Sin embargo, el Jueves Santo celebramos juntos varios misterios de la fe: la institución del sacerdocio y la institución de la Eucaristía, es decir, la consumación de todo el misterio de la salvación en este único sacramento. En Corpus Christi destacamos un aspecto fundamental de la Eucaristía y damos un agradecimiento especial a Dios por eso, específicamente, por el hecho de que Jesús se entrega a nosotros como alimento en la Eucaristía y permanecerá con nosotros todos los días hasta el final de esta vida.

Pero, ¿cómo permanece Él con nosotros? Es principalmente en la Eucaristía, en el signo del pan y el vino. Por eso durante casi 800 años hemos adorado el cuerpo de Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar (fuera de la celebración Eucarística), en la que se hace enteramente presente con su divinidad y humanidad. Y esta es también la razón por la que hacemos nuestra adoración por Jesús en este día, cuando lo llevamos en la custodia por nuestras calles y ciudades. Queremos mostrar nuestra gratitud hacia Él en presencia de la gente y dar testimonio de nuestra fe en Su presencia. Es por eso, que cuando sea posible, es recomendado participar en una procesión del Corpus Christi. ¿A quién más debemos confesar nuestra fe públicamente si no es a Jesús, el único que nos puede dar vida eterna? Pero, ¿cómo permanece Él con nosotros? Es principalmente en la Eucaristía, en el signo del pan y el vino. Por eso durante casi 800 años hemos adorado el cuerpo de Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar (fuera de la celebración Eucarística), en la que se hace enteramente presente con su divinidad y humanidad. Y esta es también la razón por la que hacemos nuestra adoración por Jesús en este día, cuando lo llevamos en la custodia por nuestras calles y ciudades. Queremos mostrar nuestra gratitud hacia Él en presencia de la gente y dar testimonio de nuestra fe en Su presencia. Es por eso, que cuando sea posible, es recomendado participar en una procesión del Corpus Christi. ¿A quién más debemos confesar nuestra fe públicamente si no es a Jesús, el único que nos puede dar vida eterna?

Este año, las lecturas del año litúrgico B, no se enfocan en el Cuerpo de Cristo, como nos podríamos haber imaginado en Corpus Christi, sino en Su Sangre. Ha sido adorado a través de los siglos, pero lastimosamente, en la actualidad hemos perdido parcialmente esta forma de devoción, que es muy hermosa e importante.

En la primera lectura, de Éxodo 24, 3-8, vemos a Moisés haciendo la primera alianza con Israel. Moisés sacrifica animales, toma su sangre, la vierte en una vasija y derrama la mitad de la sangre en el altar, que simboliza a Dios. Luego lee los Diez Mandamientos al pueblo de Israel, que son en cierto sentido la base contractual de esta alianza, y pregunta si el pueblo quiere entrar en esta alianza con Dios bajo esos términos. La gente entonces responde: "Amén, sí amén, lo haremos". Como signo de esta alianza, Moisés toma la otra mitad de la sangre y la rocía sobre el pueblo. ¿Qué pasa con la aspersión al pueblo y al altar con la sangre de los animales?

Era un antiguo rito oriental que tenía dos niveles de significado. Por un lado, significaba que ambas partes del contrato estaban dispuestas a morir el uno por el otro y, por lo tanto, entraban en un parentesco sanguíneo, por así decirlo. Aunque esto sólo se indica simbólicamente en la Antigua Alianza porque Dios, que es de espíritu puro, no tiene sangre y el pueblo sólo es rociado con la sangre de los animales, pero, puesto que la sangre procedía de una fuente común, expresaba sin embargo que ambas partes mueren la una por la otra y luego resucitan y en adelante son "parientes de sangre", lo que significa que pertenecen a una familia común.

Además, se asume que, si uno de los dos rompe este pacto, le pasaría lo mismo que a los animales, es decir, como castigo por romper el pacto, tendría que dar su vida y derramar su sangre.

Como es bien sabido, el pueblo de Dios rompió este acuerdo incontables veces en todo el Antiguo Testamento. Uno hubiera esperado que Israel hubiera necesitado perecer. Sin embargo, sólo lo hizo simbólicamente, al exiliarse. Israel se había puesto bajo una maldición al aceptar guardar todos los mandamientos y morir si se rompían. Pero eso es precisamente lo que Dios no permitiría en última instancia, que la gente sobreviviera al exilio y regresara a la tierra. En vez de entregar a su pueblo a la muerte eterna, Él mismo se convirtió en un hombre, un israelita como ellos, y derramó Su propia sangre en su lugar, y en todos nuestros lugares para perdonarnos de nuestros pecados.

Encontramos esta verdad de fe, repetidamente, en otras imágenes. Como en la lectura de la Carta a los Hebreos (cf. Heb. 9, 11-15). Se nos dice que en Jesús tenemos un nuevo sumo sacerdote que no se limita a rociar figurativamente el altar con la sangre de cabras y toros, como el sacerdote de la Vieja Alianza. Esta es una analogía con el rito anual de perdón de los pecados en el Antiguo Testamento, en el que una vez al año, en Yom Kippur, el sacerdote entraba en el interior del templo y rociaba la sangre de toros y cabras en el altar para hacer una expiación para el pueblo.

Esto fue sólo figurativo. La Carta a los Hebreos dice que Jesús no solamente entró en un templo construido por manos humanas y no con la sangre de cabras y toros, que nunca puede realmente quitar pecados. Por el contrario, entró en un templo completamente diferente con Su propia sangre, en la parte más profunda de la Trinidad. Y con esta sangre enmendó nuestros pecados.

En el Evangelio, escuchamos a Jesús decir a los discípulos de la institución de la Eucaristía: "Ésta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos" (Marcos 14,24). Jesús define la sangre como los dos aspectos de la alianza mencionados anteriormente, el fundamento de la relación de sangre y el perdón de los pecados. La humanidad de Jesús es el altar de la nueva alianza y la divinidad y la humanidad se rocían simultáneamente con la sangre del Hijo del Hombre y así se convierten en "parientes de sangre". En Jesús, Dios y el hombre mueren el uno por el otro y resucitan juntos. Al mismo tiempo, la sangre que Jesús derrama como expiación por nuestros pecados está en toda celebración eucarística, por lo que a medida que se renueva la alianza, somos lavados de nuestros pecados.

Esta nueva alianza ya no puede ser anulada por los pecados del pueblo como lo hacía la antigua. No, la Nueva Alianza es un entendimiento eterno que el pecado del hombre no puede destruir, ya que está hecho en la sangre de Cristo, que ha expiado los pecados del hombre para todos los tiempos, y se hace presente entre nosotros en la Eucaristía. Cada vez que el sacerdote levanta el cáliz, por lo tanto, podemos orar:

En esta sangre deseo sellar mi alianza bautismal con ustedes. Lávame con tu preciosa sangre, lava mi conciencia de sus obras muertas, límpiame de mis pecados, Señor, y protégeme del ángel de la muerte por tu preciosa sangre (cf. Ex 12, 23-27).

Cada vez que recibimos la Eucaristía, recibimos al mismo tiempo la Sangre de Cristo (la Iglesia enseña que el Cuerpo y la Sangre de Cristo están plenamente presentes en ambos signos, pan y vino, por lo que bebemos su Sangre, aunque sólo recibamos el pan) y llegamos a ser de una manera muy real, hermanos de sangre con Cristo y a través de Él, hijos del Padre porque Su sangre fluye en nosotros. Su sangre nos limpia de todo pecado nos hace sacerdotes, profetas y reyes ante nuestro Señor, a quien podemos acercarnos sin temor porque somos limpios por su sangre de todas las obras del pecado.